DIGESTIVO
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ENTREVISTA | 26/05/2025“Digestivo puede significar muchas cosas, pero en su caso tiene que ver con digerir procesos artísticos”, dice Lucas Barros, más conocido en su faceta artística como Digestivo, artista visual, músico experimental e investigador nacido en Belém do Pará, en el corazón de la Amazonía brasileña. Su obra surge desde el cruce entre territorios y lenguajes: imagen, sonido, instalación y performance se funden para crear experiencias inmersivas marcadas por el ritmo, la memoria y una sensibilidad profundamente encarnada.
Digestivo, actualmente radicado en Belém do Pará y miembro del colectivo ACTA, trabaja desde una estética que combina lo orgánico y lo improvisado. Su práctica está atravesada por una relación íntima con la naturaleza amazónica, no como paisaje externo, sino como cuerpo vivo con memoria, emoción y presencia. Desde esa perspectiva, el artista construye obras donde su propio cuerpo se fusiona con el entorno, en una negociación entre afecto, pertenencia y desplazamiento.
En su lanzamientos más recientes ha desarrollado una estética que oscila entre lo orgánico y lo distópico, combinando elementos experimentales pero en sinergia con lo natural. En uno de sus lanzamientos más recientes, "Labuta", manifiesta con especial claridad, fusionando texturas sonoras vanguardistas con una sensibilidad que evoca texturas casi biológicas y futuros dispersos. Igualmente en su último álbum, "Mofo", Digestivo profundiza esta línea estética, explorando paisajes sonoros que se sienten tanto íntimos como alienantes. A través de capas electrónicas y ritmos irregulares, el álbum construye una narrativa auditiva que parece surgir de un ecosistema post-humano, donde lo artificial y lo orgánico coexisten en tensión y simbiosis.
Fotografía: Duda Santana
Tu trabajo parece partir de una perspectiva profundamente encarnada y territorial, con paisajes y la relación entre cuerpo y entorno como elementos frecuentes. ¿Cómo se manifiesta el paisaje en tu obra y qué conexión ves entre ambos?
El paisaje no es solo un fondo en mi obra, es una presencia viva. Desde niño tuve una relación muy cercana y vívida con la naturaleza. Crecí entre la ciudad y las zonas boscosas y ribereñas de la Amazonía, así que el contacto con ríos, árboles y tierras abiertas siempre fue algo natural para mí.
Esa conexión determina cómo me acerco al territorio, no desde fuera, sino desde adentro. Veo el paisaje como un cuerpo con memoria, ritmos y emociones propios. Mi propio cuerpo entra muchas veces en la obra como parte de ese entorno, no para dominarlo, sino para fusionarse con él, para ser afectado por él.
Existe un intercambio constante entre cuerpo y territorio; ambos son porosos, ambos se marcan mutuamente. Ahí comienza mi trabajo: en el encuentro, en la escucha, en dejar que el paisaje hable a su tiempo y a su manera.
Hay una atmósfera claramente distópica y a veces postapocalíptica en tus piezas. ¿Cómo moldean estos temas tu forma de pensar y crear arte?
Sí, hay una atmósfera distópica y postapocalíptica en mi trabajo, tanto visual como sonora. Mi último álbum, Mofo, explora eso en profundidad. Imagina una naturaleza distorsionada, donde los elementos orgánicos son casi irreconocibles, transformados en nuevos sonidos que sugieren un ecosistema futuro, con organismos desconocidos. Es una especie de génesis: un nuevo comienzo narrado a través del sonido.
Más allá de la música, lo visual también importa: el paisaje, las texturas, las piezas que visto que no llamo ropa, sino retazos o trapos. No tienen que ver con la moda, sino con activar algo, crear un cuerpo que pertenece a otro mundo.
Ese lenguaje distópico es la forma en que proceso el mundo que me rodea. No quiero repetir discursos genéricos, prefiero expresar lo que realmente me afecta, pero desde un lente poético y singular. Así creo que podemos hablar de temas importantes, como el medio ambiente, de una forma más personal y poderosa.
En mi próximo álbum me inclinaré hacia algo casi opuesto, una sensibilidad más orgánica. Quiero resaltar lo que ya está aquí, lo que todavía reconocemos como naturaleza o materia, pero desde una mirada más suave y delicada. Siempre arraigado en la Amazonía, pero con nuevas texturas y preguntas.
Hablar del medio ambiente es esencial, especialmente para quienes vivimos o venimos de la Amazonía. No es un tema abstracto; es la vida cotidiana, es supervivencia, y moldea todo lo que creamos.
En tu último trabajo colaborativo con Yvu, "Labuta", hay una fuerte presencia de lo ancestral y lo físico. ¿Qué te inspiró a explorar la relación entre ritmo, tierra y memoria colectiva?
Labuta, mi sencillo en colaboración con Yvu, nació de una necesidad profunda de reconectar con mis raíces, de honrar la memoria y la fuerza de quienes vinieron antes que yo. Vengo de una larga línea de personas que trabajaron la tierra, que vivieron en estrecha relación con la naturaleza y la comunidad. Hablar de ancestralidad es reconocer que el espacio que ocupo hoy como artista, como investigador, no es solo mío. Es fruto de lo que otros resistieron, construyeron y transmitieron.
El sencillo refleja eso: el ritmo como trabajo, como tierra, como memoria. El título Labuta significa trabajo duro, pero no solo en el sentido de agotamiento. Se trata de los rituales cotidianos, de las prácticas colectivas, de la fuerza cultural de quienes viven cerca de la tierra en la Amazonía. Una de mis principales inspiraciones fue mi experiencia en una comunidad tradicional amazónica llamada Nazaré do Mocajuba, en Curuçá, Pará - Brasil, un lugar que me formó. Allí viven mis recuerdos más significativos. Fue allí donde aprendí qué significa pertenecer, compartir, cuidar.
Con esta canción, quise evocar no solo la nostalgia, sino la continuidad, hablar de saberes ancestrales no como algo lejano, sino vivo en el cuerpo, en el ritmo, en la tierra. Se trata de trabajar, recordar y transformar en conjunto. La selva y el trabajo se destacan como elementos clave en la narrativa sonora del tema.
¿Cómo tejiste estas ideas en la producción musical y en el entorno sonoro general?
En Labuta, la repetición es clave no solo musicalmente, sino simbólicamente. El ritmo se mueve en ciclos, como los gestos de quienes trabajan la tierra. Esa repetición habla del ritmo como trabajo, del ritmo como memoria. El batuque, en particular, se volvió un elemento central. Es un sonido que porta presencia ancestral, pero también el pulso de una comunidad en movimiento. Conecta directamente con el cuerpo, invita al baile, pero también a enraizar como pasos en la tierra, como herramientas en acción. El proceso de producción fue muy físico. Me descubrí pensando a través del movimiento, de los gestos que recuerdo haber visto en territorios amazónicos e incluso repetido en mi infancia. Esa memoria vive en el sonido: crudo, percusivo, orgánico. Es un ritmo que no solo acompaña la naturaleza emerge de ella.
Un momento clave en la conformación de Labuta fue la colaboración con Yvu (Yan Higa). Su mezcla y la inclusión de nuevas texturas, especialmente elementos inspirados en el funk, capas de percusión y tambores ambientales expandieron el paisaje sonoro. La canción se volvió una fusión de dos estéticas, dos formas de escuchar y recordar. Ese diálogo lo cambió todo: lo que empezó como una memoria personal se transformó en un ritual compartido.
La idea nunca fue describir una comunidad, sino encarnarla sonoramente. Dejar que la canción se convirtiera en un tipo de ritual de trabajo, de memoria, de territorio. Un reflejo de una comunidad amazónica donde el trabajo y la naturaleza no están separados, sino profundamente entrelazados.
Labuta combina lo ritual y lo contemporáneo. ¿Cómo encuentras un equilibrio entre tradición y experimentación sin perder autenticidad ni sentido simbólico?
No partí con la intención de encontrar un equilibrio perfecto entre tradición y experimentación, simplemente seguí lo que sentía. Labuta nació de un momento de búsqueda interna: pensaba mucho en mis ancestros, en la tierra donde crecí, y en descubrir nuevas partes de mi territorio con otra mirada. La música refleja ese estado de ser.
El proceso fue intuitivo. Dejé que los sonidos me guiaran, experimentando sin un plan fijo, solo sintiendo lo que tenía sentido. La repetición en el ritmo, la crudeza de la percusión vinieron de un lugar de memoria y fisicalidad. Al mismo tiempo, me permití distorsionar, estirar, imaginar un nuevo paisaje sonoro.
Tal vez ahí radica la autenticidad: no en tratar de imitar la tradición o forzar la experimentación, sino en permitir que ambas emerjan de forma natural, desde lo que estaba viviendo y sintiendo en ese momento.
Fotogragía: Charlene Barros
Tu trabajo resalta una tensión entre memoria, territorio y sonido. Con eso en mente, ¿cómo ves el papel del arte frente a la actual crisis climática especialmente considerando ideas de tiempo, urgencia y memoria? Autores como Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, en ¿Hay un mundo por venir?, sugieren que la crisis ecológica también desafía cómo imaginamos el futuro. ¿Crees que el arte puede ofrecer nuevas formas de habitar el tiempo en medio de esta emergencia planetaria, particularmente en el contexto brasileño y amazónico?
No creo que el arte pueda resolver la crisis climática, pero sí creo que puede ayudarnos a sentir, recordar e imaginar de otra manera. Solo eso ya tiene poder. En mi trabajo, intento crear desde un lugar que no esté apurado, donde el tiempo no sea lineal, donde la memoria, la tierra y el sonido sean parte del mismo movimiento.
Cuando pienso en la Amazonía, pienso en otras formas de vivir el tiempo no como urgencia, sino como presencia. Las comunidades allí suelen vivir en ritmos que no siguen la lógica del progreso ni de la productividad. Viven con la tierra, no contra ella. Creo que el arte, cuando escucha eso, cuando lo respeta, puede ofrecer algo: no una solución, pero sí un cambio.
Labuta, por ejemplo, no habla de catástrofe, pero sí de continuidad, de lo que nos sostiene silenciosamente cada día. Creo que esa también es una respuesta a esta crisis: mantenerse cerca, recordar, e imaginar desde el suelo que pisamos.
¿Cómo interpretas el mensaje central o concepto detrás de Labuta? ¿Dirías que tu enfoque hacia la ancestralidad apunta a algo utópico o simbólicamente esperanzador?
Honestamente, todavía no puedo definir un concepto cerrado para Labuta. Ni siquiera estoy seguro de querer hacerlo. La canción nació más de una necesidad que de una idea. Surgió lentamente a través de sonidos, memorias y sentimientos que no siempre tienen nombre. Pero si tuviera que señalar algo en su núcleo, diría: memoria, cuerpo, comunidad, naturaleza.
Muchas personas escuchan Labuta y de inmediato la asocian con la ancestralidad, y lo entiendo. Hay tambores, repetición, una estética que se siente antigua, colectiva, como si viniera de antes. Pero nada de eso fue planificado conceptualmente. Es como si esa presencia ancestral simplemente aflorara — porque ya está en mí, en mi cuerpo, en la forma en que escucho el mundo.
La portada, por ejemplo, es una fotografía de Charlene Barros tomada en 2018, en Nazaré do Mocajuba, la comunidad donde crecí. Esa imagen ya cargaba todo esto: pertenencia, tiempo, territorio. Recuperarla ahora, años después, para acompañar la canción, fue como decir que Labuta ya existía en otras formas antes de convertirse en sonido. Es la continuación de algo que comenzó hace mucho tiempo y que aún se mueve a través de mí.
En cuanto a si hay algo utópico o esperanzador en ello… Tal vez sí, pero no una utopía lejana e inalcanzable. Es una esperanza enraizada que surge de la tierra, del esfuerzo, del cuidado compartido. Labuta no trata solo de trabajo duro; trata de rituales diarios, de la fuerza silenciosa que sostiene una comunidad unida. Si hay un símbolo ahí, es el acto de continuar juntos, conectados, sin olvidar de dónde venimos.
¿Podrías contarnos cómo es tu proceso creativo y de producción? ¿Cuáles fueron algunos de tus primeros encuentros con el arte y la música?
Mi primer contacto real con el arte fue cuando entré a la universidad en 2016. Antes de eso, no tenía mucho acceso a la práctica artística, no conocía galerías ni procesos creativos. Fue a través de la universidad que comencé a descubrir ese universo y a entender que yo también podía crear. Ese momento me abrió muchas puertas.
Empecé trabajando con performance y videoarte, y al mismo tiempo, la imagen se volvió una parte central de mi práctica. Esos primeros experimentos fueron muy instintivos, explorando el cuerpo, el tiempo y la memoria a través de elementos visuales y performativos. Luego comencé a componer bandas sonoras para esas piezas, y poco a poco, el sonido se volvió otra capa dentro del trabajo.
Hoy en día, veo que mi proceso se ha ido expandiendo. Ya no me veo solo como artista visual. Me he volcado más hacia el trabajo audiovisual, experimentando, mezclando formas y dejando que un medio influya en el otro. No separo los lenguajes. Todo se mezcla en la forma en que creo. Todo es parte del mismo flujo.
Fotografía: Digestivo
En la intersección entre arte, tecnología y naturaleza, ¿qué oportunidades o tensiones ves? Pensadoras como Donna Haraway hablan de cómo la tecnología y la naturaleza se fusionan en nuevas formas de vida y conocimiento. ¿Cómo crees que el arte puede mediar o enriquecer estas relaciones hoy en día?
Creo que en la intersección entre arte, tecnología y naturaleza hay tanto tensiones como posibilidades muy ricas. En mi trabajo, intento no separar esas cosas. La música, por ejemplo, ya es un espacio donde todo se mezcla: los sonidos de instrumentos ancestrales, los ritmos y percusiones, se combinan con la electrónica y la programación.
También veo que existen formas ancestrales de tecnología, o de ingeniería, tan sofisticadas como cualquier sistema moderno, pero basadas en otros principios: tiempo, escucha, cuidado. Para mí, el arte puede ayudar a mediar estas relaciones, creando nuevas formas de imaginar el mundo sin borrar la memoria ni repetir los mismos patrones de explotación.
Lo que me interesa es usar la tecnología de una manera que no silencie al territorio, sino que abra otras formas de relacionarse con él.
Fotografía: Paule Marques
Finalmente, ¿podrías compartir algunas de tus influencias artísticas o conceptuales? ¿Qué tipo de música escuchas? ¿Quién o qué inspira a Digestivo?
Mis influencias vienen de muchos lugares, sonido, imagen, territorio, y los intercambios que forman una vida. Escucho un poco de todo: ambient, experimental, carimbó, batuque, tecno-melody y también la música que me formó durante la infancia y adolescencia.
Un artista que me inspira profundamente es Yan Higa, además de ser un amigo, es alguien con quien comparto pensamientos y procesos creativos. Ha sido, y sigue siendo, una presencia importante en mi camino. También me inspiran artistas de mi región, como Tonny Brasil, Beto Maia, Viviane Batidão, Gang do Eletro y Gaby Amarantos. Son artistas que escuchaba de niño, que me han acompañado desde siempre, y a quienes respeto profundamente. Son parte de la identidad sonora y estética que vive en Digestivo hoy.